martes, 26 de octubre de 2010

Es

Han tratado de enseñarme lo que el amor es. Me impartieron lecciones con ejemplos disímiles. Me mostraron películas, me dieron primicia de escuchar cien historias sobre el consumo erótico.
Quizás fui mala alumna. El amor sólo se aprende muriendo en él, enterrada viva. ¿Qué es? ¿Cómo es? Nadie sabe. Su valor es como el del signo infinito, mayor que cualquier cifra o nombre o peso que quieras atribuirle.
Me contaron que a veces coincide sincronizadamente que alguien nace en el mismo planeta, en la misma época, habla tu idioma, llega al lugar donde vives o allí vive, sus ojos trepan furtivamente los muros y atraviesan los túneles para verte.

El amor
es como un jarabe fatal.
Un sortilegio.
Una linterna errante.
Un círculo platónico.
Una luciérnaga sonámbula desafiando a la oscuridad.
No puede definirse.

Te atrapa. Como una zarza exótica te convierte en vigía penitente y quedas subyugada ante ese intruso al que ofreces entera tu vigilia.
Quieres saciar tu sed bebiendo de sus labios su saliva. Ese sabor conquista las yemas de tus dedos y ya no eres la dueña de ti misma. Te espías, expectativa. A tus fuerzas un ardor las domina y se desbarajustan. Haces cosas absurdas. Te depilas el alma mientras piensas en cada poro anónimo que entre su piel madura. Te frotas los cabellos y a tu mejilla aplicas cuanto potingue encuentras.
Y corres hacia él, ungida en suspiros que arrebatan sus secretos a los idus perdidos.
Y callas.
Y  te quejas.
Revelas tu dolor y tu dicha: el relámpago de las venas que claman, ¡por piedad! su cortesía, su caricia gentil, un edén donde poder ser su guardiana y donde él sepa ser tu guardián.
El amor es una solemne enfermedad, la cual cuando enfermas nunca más quieres curar.

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